20 septiembre 2014

Salvador Dorado "El Penitente": mucho más que un capataz


Fue uno de aquellos “siete magníficos”. A decir de quienes le conocieron, le trataron, le quisieron, le admiraron… el más completo de todos ellos; el más técnico y el de mayor personalidad; el más valiente e innovador entre sus excelentes coetáneos. Pero la figura de Salvador Dorado no queda ahí, en el prodigioso capataz de cofradías; fue todo un personaje, no solo para la Semana Santa sino para la ciudad, una ciudad –cainita como pocas– que más de veinte años después de su desaparición aún no ha tenido tiempo de pagarle deuda de gratitud siquiera con una calle.

Nació hace ciento dos años, el 5 de junio de 1912, en un enclave pleno de sabor y de sevillanía: el Arenal, en concreto en la calle Galera. Recibe las aguas bautismales en la parroquia del Sagrario, pero pronto, con solo dos meses de existencia, se traslada a vivir allende el río, a un barrio, el de nuestra hermandad, que le marcará de por vida. Conoció la Triana que la prosa de Chaves Nogales refleja en Juan Belmonte, matador de toros, la de los corrales de la calle Castilla, donde por encima de la innegable humildad, y a ratos la miseria, reinaba la belleza de las flores, la buena vecindad y la cotidianidad de lo humano, valores hoy perdidos como aquellos patios y como la memoria de aquel tiempo. Tras un breve paso por la escuela, el suficiente para algunos años después convertirse en lector de las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía y para rubricar con su firma –que no con una cruz– sus contratos con las hermandades, pronto comienza a trabajar en los tejares del viejo arrabal, aprovechando la enorme fortaleza física que desde niño demostró. Practicó deporte: fue boxeador en las veladas de un cine de verano de la calle Relator. También jugó al fútbol; quienes le vieron cuentan que era un defensa derecho inexpugnable que tras su paso por varios equipos locales –entre ellos el amateur de su Betis– pudo fichar, durante el servicio militar en Madrid, por todo un grande como el Atlético.

Pero su sitio estaba en Sevilla y más concretamente en Triana. Nunca perteneció a ninguna hermandad más que, con el paso del tiempo, a la nuestra de Madre de Dios del Rosario, en cuya junta de gobierno se integró durante varios mandatos. Sin embargo, desde muy joven, apenas quince años tendría, se enroló como costalero de Rafael Ariza, padre de José, abuelo de Rafael y Pepe y bisabuelo de Rafael, Ramón y Pedro. En activo se mantendría hasta el fatídico accidente del palio de La O en 1943, momento en el que iba trabajando en uno de los zancos, permaneciendo debajo tras la catástrofe y propiciando de este modo la salida de muchos compañeros. Entremedio el episodio de la Guerra Civil, condena a muerte incluida tras la finalización de la misma, fruto de su periplo por varios puntos de la geografía nacional como capitán del ejército republicano. Un campo de concentración en Heliópolis, la conmuta de la pena por treinta años de cárcel y el paso por un nuevo batallón de trabajadores, en este caso en La Almoraima, fueron los trágicos precedentes de la libertad de Salvador, que llega a finales de 1940, cerrando así una etapa de su intensa trayectoria vital que merece ser estudiada en otro ámbito más propicio. Tras la boda civil en territorio republicano, llega la boda religiosa con Pepa, su mujer, en el año 42 en San Bernardo. Ese mismo día se bautiza su hija Carmina (clave para la realización de este artículo), que había nacido durante la contienda en Alcaudete de La Jara; Rocío, la menor, ya vio la luz primera en Sevilla. Se establecen en los terrenos del Cortijo Maestre Escuela y el cabeza de familia pasa a ganarse la vida como carrero, repartiendo harina por las panaderías. Del carro pasaría al sector del transporte y de este, durante casi treinta años, al muelle.

Como ya comentamos, tras el atropello del tranvía al palio de La O, Salvador deja atrás su etapa como costalero, años de siete cofradías cada Semana Santa por las que llegaría a cobrar diecinueve duros y dos pesetas, siendo La Macarena la mejor pagadora (diecinueve pesetas más una “tajá” de bacalao y un bollo, en la vuelta por la calle Feria a la altura de la Cruz Verde). Tras un breve periplo como contraguía de Ariza, debuta como capataz en solitario en La Trinidad, en el año 46. Su primer segundo fue Paco Quesada, a quien seguiría su compadre Espejito, además de nombres claves en su trayectoria como Manolo Santiago o Salvador Perales, muchos años junto a El Penitente. Jesús Basterra, actual hermano mayor de Madre de Dios, también acompañó al maestro durante seis años (desde 1974 a 1980). De él recalca su sexto sentido para ver venir los problemas y solucionarlos antes de que acontecieran, reforzando, si era preciso, una delantera dura como la del palio de la Virgen de los Dolores de Las Penas con buenos peones de la trasera del Señor, ya en el regreso de la cofradía a San Vicente.

Llegó a sacar hasta once cofradías en una misma Semana Santa: La Sed el Viernes de Dolores; el Sábado de Pasión, San Juan de Aznalfarache; el Domingo, El Amor; el Lunes, Las Penas; el Martes, Los Estudiantes; el Miércoles, San Bernardo; el Jueves, Los Negritos; la Madrugada, La Macarena; el Viernes, una en La Puebla del Río y una en La Algaba más tarde; por último, el Sábado, El Santo Entierro de Dos Hermanas; al margen, numerosas cofradías de gloria a lo largo del año, tanto en Sevilla capital como en la provincia. Para ello, qué duda cabe, contó con excepcionales costaleros, cuyos nombres permanecen en muchos casos en la memoria de tantos buenos aficionados: El Pi, El Corneta, Vargas, Cerezo, Manolete, Catrafa, Berraquero, Paquillo de Torreblanca… Cuentan de él que daba categoría a la cofradía que cogía y que por ello muchos buenos cofrades a los que contaba entre sus más queridos amigos hicieron lo posible para que tocara los martillos de las suyas. Unos lo consiguieron y otros no, ya que durante años guardó fidelidad a varias hermandades: San Bernardo, Los Negritos, Los Gitanos… La no aceptación de esta última en la subida de una peseta para sus hombres y la insistencia de don Eduardo Miura le llevaron a sacar La Macarena, con una doble salida en 1974 (Madrugada y Domingo de Resurrección, para regresar desde la Anunciación, donde la cofradía se había refugiado por lluvia) que quedará para los anales de la Semana Santa.

Episodio clave en su trayectoria fue la creación de la primera cuadrilla de hermanos costaleros de la Semana Santa de Sevilla, la del Cristo de la Buena Muerte de Los Estudiantes en 1973. Su sobrino-nieto Sergio Barba, que honra la memoria de su tío con el estudio y la divulgación de su figura, además de con su buen hacer en los martillos nazarenos, señala que “siempre fue un innovador”, un hecho a buen seguro propiciado por su procedencia de abajo de los pasos y por no pertenecer, como el resto de “los siete magníficos”, a estirpe alguna de capataces. En esta misma línea se manifiesta Enrique Henares, padre del firmante de este artículo y costalero de aquella mítica primera cuadrilla de la Universidad, quien declara que para Salvador “aquello era un auténtico reto que afrontó con el convencimiento no solo de su feliz consecución, sino también de que de aquel semillero de niños costaleros sacaría un grupo de buenos peones para su cuadrilla profesional”, un grupo que le acompañaría a varias cofradías, como efectivamente así ocurrió con el propio Henares y otros tantos compañeros. Clave para la realización y el éxito de la empresa fue la figura del hermano mayor de la hermandad, Ricardo Mena, uno de esos señores de las cofradías que hoy tanto echamos de menos a la hora de ver regidos los destinos de nuestra Semana Santa. El propio Enrique y Carmina, la hija mayor de nuestro protagonista, coinciden en señalar la profunda amistad e incluso la semejanza en lo personal entre Ricardo y Salvador: el uno, prestigioso médico; el otro, como hemos pretendido reflejar, hombre curtido en mil batallas y experiencias duras, pero en el fondo iguales, incansables trabajadores, valientes y ambiciosos, seguros de sí mismos. ¡Qué pena no tener grabadas sus conversaciones!

Era un hombre simpático, pero que no se andaba con tapujos a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Ese carácter le valió algún enemigo, pero también muchísimos buenos amigos. La gran mayoría de ellos desfilaron por la huerta que, junto a su familia, habitó durante años en los terrenos que hoy ocupa el colegio de las Carmelitas de Nervión y más tarde por su piso de la Ronda de Pío XII, además de por la lista de El Portela, en la avenida de Cádiz. Entre ellos se cuenta el decano de los capataces en activo de Sevilla, Manolo Villanueva, que pese a sacar cofradías con Vicente y con su padre (segundo de este) y más tarde con Domingo Rojas, tuvo el privilegio de acompañarle en algunas ocasiones para las que fue requerido por el maestro. Cuenta Villanueva como era un capataz tan completo que en muchos momentos ni siquiera precisaba de un segundo para afrontar la responsabilidad ante los pasos; así ocurrió durante años en La Carretería, cuando en una etapa donde los titulares siempre mandaban los palios, él se iba al Cristo, sabedor de su dureza, mandando a Manolo Santiago a la Virgen. Tampoco rehuyó el reto de la creación de la primera cuadrilla del palio de Los Estudiantes, para Jesús Basterra su gran logro, ya que se trataba de un paso con una parihuela muy pesada y una candelería fundida que “calentaba” de lo lindo a los profesionales; Salvador lo superó con creces, dejando establecida una base que aprovecharía el propio Basterra como responsable de una etapa brillante, difícilmente superable para sus sucesores.

Noble hasta el extremo, su hija cuenta cómo en las juergas llamaba la atención de los señoritos para que aflojaran la cuerda a los cantaores y los artistas que él mismo contrataba, ya que estos al día siguiente tenían que ir, como cualquiera, a “tita Encarnación” (el mercado de la Encarnación). Si así era con todo el que lo necesitaba, cuánto más con sus costaleros, a los que mimaba y apoyaba en cuanto estaba al alcance de su mano. No olvida Carmina aquellas noches de Sábado Santo en las que, tras haber pasado por el banco por la mañana, organizaba de forma minuciosa los cobros de las distintas cofradías y las propinas, en muchos casos propiciadas por aquellas levantás a la música tan características de sus cuadrillas de palio; ni que decir tiene que no faltaban los anticipos para quienes los requerían. Pagaba pronto, el Domingo de Resurrección, siempre con billetes nuevos.

A grandes rasgos, este fue Salvador Dorado Vázquez “El Penitente”, un personaje que marcó una época en la Sevilla de su tiempo, con una trascendencia mucho más allá de la del excelente capataz que fue. Admirado por los cofrades, los aficionados e incluso muchos de sus brillantes compañeros en aquellos años sesenta y setenta, hoy resulta casi un desconocido para las nuevas generaciones, erróneamente adoctrinadas en tantos aspectos relativos a la Semana Santa y en especial en lo que concierne a nuestro gremio, donde algunos pretenden reinventar la historia. Como hiciéramos el año pasado con Rafael Franco y como continuaremos haciendo con todos los grandes de aquella etapa mágica, sirva este artículo de modesto homenaje a su persona y a su papel determinante en el universo de las cofradías.

(Artículo publicado en el boletín de Madre de Dios del Rosario, Patrona de Capataces y Costaleros).

15 agosto 2012

Seis años después


Ha llegado la hora del adiós. Justamente hoy, el día en el que se cumplen seis años exactos de la publicación de la primera entrada, dedicada –no podía ser de otra forma- a la Reina de Reyes. Desde hace tiempo, tengo el convencimiento de que la vida de las personas se sustenta en ciclos y el mío como bloguero está más que cumplido.
Nació este personal altavoz con la exclusiva intención de refrescar mi por entonces aparcada afición a la escritura. Aires sevillanos, tan propios de mis textos ya en la infancia, lo envolvieron desde primera hora. Busqué y hallé en aquella primera etapa lo que quizá nunca debí dejar escapar: una fórmula para reflejar, sin grandes pretensiones y con la mayor brevedad posible, aquello que rondaba mi cabeza. Tiempos felices en la blogosfera –nada que ver con los actuales-, fueron llegando cada vez más amigos y desconocidos que, en varios casos, se sumarían a los anteriores fruto de varios encuentros personales. Poco a poco, sin razón aparente, aquellas breves reflexiones iniciales fueron tornándose en artículos de corte costumbrista, los que siempre soñé publicar. El por entonces Blog de Pregonero se convertía para mi asombro en una bitácora muy seguida. Jamás tuvo contador de visitas, pero muchas fueron las personas que me felicitaban por su contenido, no faltando entre estas algunas a las que admiro profundamente por su excelente labor periodística o escritora, profesional en definitiva. Hasta un alcalde de Sevilla, no muy de mi cuerda, me confesó leerme casi desde los orígenes...
Por todo esto, creció mi autoexigencia a la par que decreció la frecuencia de las actualizaciones. El blog, o quizá mi renovada ilusión por escribir, me habían abierto por vez primera las puertas de un medio de comunicación, al que dediqué casi por entera mi creatividad. Pese a todo, mi rincón cibernético se seguía sustentando de algún que otro fogonazo de inspiración y de artículos previamente publicados en el periódico o en alguna revista o boletín que, amablemente, requería mi colaboración. Muchos fieles, de manera estoica, continuaban ahí; pero serían el nombramiento de mi padre como pregonero y aquel artículo dictado por el corazón los que me devolvieron, efímeramente, a la primera línea bloguera. Tras aquello, vino la segunda gran etapa: un intento, jamás logrado, por regresar a los orígenes; una serie de pequeños cambios y mejoras, de ideas curiosas y de nuevas reflexiones, la mayoría de las veces ajenas a la hasta entonces habitual temática sevillana; e incluso algún que otro artículo en la línea de los de la etapa dorada, mucho mejor escrito que aquellos, gracias a la experiencia, la formación y la influencia siempre positiva de Ana, pero sin el eco que tuvieron los pioneros. Lógico. Por no faltar, no faltó ni un rebautizo, protagonizado por mi nombre y mi primer apellido. Todo fue en balde.
Harto de no tener tiempo ni ganas de satisfacer las peticiones de actualización que varias personas, increíblemente, me siguen haciendo; harto de no lograr sentarme a dar forma escrita a aquello que pienso o que disfruto; y consciente, en definitiva, como apuntaba en el inicio, de que mi etapa como bloguero está cumplida, hoy entornamos las puertas de este blog. Y digo “entornamos” porque queda en la red para que quien, casualidades del destino, se tope con él mientras navega pueda leer lo que en su día contamos y comentamos. Además, todos sus textos se guardan en mi ordenador, algunos con especial cariño y hasta cierta ilusión en que un día pudieran ser impresos en compañía de otros que fueron y serán. Tengan por seguro que seguiré escribiendo, quién sabe dónde y cuándo, pero lo haré. De momento, como mi torero en esta fotografía de Ernesto Naranjo, arrastrando el capote, me voy al burladero.

Gracias de corazón.

27 marzo 2012

La auténtica Semana Santa


Pasan los años, llega una nueva Cuaresma y a su final, cercano cuando esta revista vea la luz, llegará una nueva Semana Santa. Tanto una como otra, a buen seguro, conformarán los días más felices, puede que por anhelados, del año natural de muchos sevillanos. Pese a todo, como en los últimos tiempos, vuelve a quedarnos la misma sensación: estos cuarenta días con sus cuarenta noches, esos tan esperados que darán comienzo en la mañana limpia e incomparable del Domingo de Ramos, siguen siendo infinitamente hermosos, pero no tanto como lo fueron cuando éramos niños o jóvenes imberbes que aprendíamos a amar nuestra Fiesta Mayor.
Resulta curioso que recordemos con nostalgia las Semanas Santas en que, a causa de la edad, apenas decidíamos dónde y cuándo ir; aquellas en las que pasábamos muchas menos horas en la calle y estas, en su gran mayoría, transcurrían para nosotros sentados en una silla de la Campana, por muy privilegiada que fuese. Había concluido una Cuaresma en la que solo la visita a algunos besamanos y a los templos más cercanos a casa en los días finales nos había hecho percibir la realidad; el resto lo habíamos intuido leyendo las páginas cofradieras de los periódicos, o acaso lo habíamos dibujado en nuestra mente escuchando los programas de radio que en distintas emisoras se sucedían desde la tarde hasta la medianoche. Llegaba una nueva Semana Santa y lo hacía el Domingo de Ramos, ya que hasta que el Carmen Doloroso no comenzó a salir el Viernes de Dolores nunca vimos un paso en movimiento antes de este día. Amanecía, despertábamos nerviosos, mucho más que la mañana del 6 de enero, y nos íbamos hacia el balcón para, descorriendo el visillo con la mano, asomarnos a un cielo eternamente azul en nuestra memoria. Hoy seguimos despertando inquietos y varias horas antes que cualquier otro domingo, seguimos descorriendo el visillo para asomarnos al cielo prometido, pero, aun felices y ansiosos por echarnos a la calle, no logramos sentir la plenitud gozosa de los Domingos de Ramos de la infancia. Nos asaltará de nuevo la duda, no en ese día donde apenas hay tiempo para algo más que patear la ciudad y disfrutar de sus nueve cofradías primeras, pero sí cuando, a su conclusión, analicemos la Semana Santa pasada: ¿Por qué nos ocurre esto año tras año? ¿Qué explicación medianamente lógica podríamos encontrarle? No soy ni mucho menos un profundo conocedor de la mente humana y sus vericuetos, pero quizá, como en tantos otros aspectos de nuestra vida cotidiana, simplemente estemos soñando con reencontrar lo que no volverá, ya que su esencia radica en una edad concreta a la que no regresaremos.
Perdida la pureza de la infancia y de la juventud primera, nuestra misión está en buscar la auténtica Semana Santa dentro de la que viviremos Dios mediante a lo largo de los días que se avecinan. Simplemente dejándonos llevar, habrá algunos instantes, algunas imágenes de fuerza sobrecogedora, que nos harán experimentar sensaciones tan gozosas o más que aquellas perdidas. Ocurrió en la tarde, casi noche ya, del Jueves Santo de 2010; tras cinco años como costalero de la primera trabajadera de su palio, quise reencontrarme como espectador con la incomparable Victoria de las Cigarreras; el marco elegido fue la plaza de la Contratación. Apenas habíamos logrado hacernos un hueco en la acera, llegó la Virgen, regia y majestuosa, atravesando entre naranjos camino de la calle San Gregorio; a los sones de dos de las más clásicas y elegantes marchas sevillanas, humedeció mis ojos con su sola presencia. Durante los instantes en que caminé junto a su palio fui incapaz de articular palabra; una mano que no precisa de aquellas para saber qué siento agarraba fuerte la mía. Después de muchas vivencias, no por esperadas y hermosas menos rutinarias, la magia de estos días idílicos me acababa de sorprender… Solo la Esperanza, quién si no, extraordinariamente bella mientras el sol besaba su rostro al darle cara a Omnium Sanctorum una ya lejana mañana de Viernes Santo, había provocado en mí aquella reacción incontrolable que en esta anochecida del Jueves volvería a aparecer.
El paso se alejó buscando la Puerta de Jerez. Fue entonces cuando encontré a un amigo, hermano de las Tres Caídas de San Isidoro para más señas, que acertó a darme la definición más perfecta que de lo que acabábamos de ver podría expresarse: “Esto es la Semana Santa”. Toda una sentencia. Desde aquel día en que la dulce Virgen Cigarrera me anudó la garganta e hizo brillar mis ojos contemplándola temo menos a la ilusión perdida de la infancia. Sé que a lo largo de esas siete jornadas donde cabe una vida siempre surgirá ese instante único y preciso. Pasados doce meses, jamás regresará como tal, pero cuando la luz se prolongue cada tarde de marzo lo seguiremos esperando como el niño que fuimos.

(Artículo publicado en la revista Sevilla Cofradiera).

14 marzo 2012

Recomendaciones gastronómicas: La Reja (Sevilla)


Pese a ser muy habituales de su barra, que es un magnífico lugar para tapear o merendar, nunca habíamos comido en el restaurante de La Reja. La pasada Navidad por fin pudimos hacerlo y salimos más que satisfechos.
Había algunas mesas ocupadas, pero elegimos sin problema el rincón donde queríamos sentarnos. El marco, al igual que fuera, es especialmente acogedor y diferente al de cualquier otro restaurante de la ciudad. Como siempre digo, por esa abundancia de la madera, esa luz medida y ese aire de otros tiempos, me resulta un negocio más al estilo de los viejos bares y cafeterías de Madrid que de los que actualmente podemos encontrar en Sevilla.
Bebimos bien y comimos mejor. La carta es excelente, con una buena variedad en carne y pescado y unos postres estupendos (recordemos que La Reja y la confitería La Campana son establecimientos hermanos). Los entrantes, entre los que no faltan las sopas, casi desaparecidas en los restaurantes sevillanos, pueden complementarse con las medias y enteras de la barra y la terraza. Nosotros apostamos por unos daditos de merluza y unos chocos fritos; los primeros muy buenos, los segundos exquisitos, solo de recordarlos se me hace la boca agua...
El servicio, como en la zona del bar, magnífico: camareros de los de toda la vida, excelentes profesionales, siempre atentos y afectuosos dada nuestra asiduidad a la casa, pero respetando en todo momento el espacio del cliente. De precio muy bien: sin escatimar nada -vino de Jerez para el aperitivo, botella de rosado Marqués de Cáceres, agua mineral, dos raciones completas muy generosas, cuatro platos, postres e infusiones- la cosa no sobrepasó los 35 euros per capita.

13 febrero 2012

Recomendaciones gastronómicas: La Paella Real (Madrid)


Si me gusta escaparme un par de veces al año a Madrid es, entre otras cosas, por los buenos homenajes gastronómicos que puede uno pegarse en la capital. Varios son los restaurantes que tengo anotados en mi lista de favoritos, pero ninguno como esta encantadora Paella Real, situada justo a la espalda de la Ópera y muy cerca de la Plaza de Oriente, lugar idílico para pasear en la sobremesa.
Lo primero que llama la atención al entrar es que parece que no lo haces en un restaurante, sino en una casa particular. Tras un breve recibidor, pasas al salón principal, amplio y con numerosos espejos en uno de sus frontales. Hay otro saloncito pequeño, mucho menos llamativo, en el que he tenido la oportunidad de almorzar alguna vez. Me quedo con el grande, más bonito e igualmente tranquilo, así que pedid en él vuestra mesa al hacer la reserva.
A La Paella, como su nombre indica, y aunque no falten otras cosas, se viene a comer lo que se viene a comer. En estos frentes arroceros, me gusta apostar por los acompañamientos marinos, si es posible sin mucha presencia de bigotudos trabajosos. De este modo, mi favorita y la que siempre pido es la de rape y chipirones, que sirven acompañada de un cuenco con alioli para quien, como es mi caso, guste de pegarle una pincelada blanca al amarillo de vez en cuando. Tengo ganas de probar su arroz negro, que no debe estar malote tampoco con ese alioli tan magnífico; la próxima vez no lo perdono.
De las paredes cuelgan fotografías de famosos que han pasado por allí (en mi última visita, por ejemplo, coincidí con Guti, el ex del Madrid, que compartía almuerzo con su prometida y sus hijos). Se agradece que el hecho de que lo frecuenten caras conocidas no sea sinónimo de endiosamiento y explotación del casticismo, como ocurre por la Cava Baja. Respecto al precio, no es caro para nada, cosa habitual en los restaurantes especializados en paellas y arroces.

27 enero 2012

Aquella noche en "Quitapesares"


A Álvaro

Al contrario que de La Goleta de su hijo, nunca fuimos muy asiduos del negocio de Pepe Peregil. Quizá por eso, me tuve que hacer mayor para que me reconociera como Henares junior y nos saludáramos afectuosamente al encontrarnos con frecuencia por su barrio de Santa Catalina. Al verme, siempre me decía con ese vozarrón que le caracterizaba que cuándo puñetas iban a hacer a mi padre pregonero de la Semana Santa.
Debía ser cierto que tenía muchas ganas de que esto ocurriese, porque la noche en que se hizo realidad el nombramiento llamó a las puertas de un Rinconcillo ya cerrado para abrazar con cariño sincero a su amigo y tomar una copa junto a él y los que a su lado lo celebrábamos gozosos. No tardó en irse, pero nos emplazó a continuar la fiesta en su taberna. Los que la frecuentan saben bien que, llegada cierta hora tardía, Pepe mandaba a “cada mochuelo a su olivo” (por decirlo finamente), dejaba de servir tras la barra y se subía a dormir. Pero ese día sería una excepción.
En la fría madrugada de aquel ya domingo 9 de noviembre, Pepe Peregil cerró la puerta de “Quitapesares” y, casi sin mediar palabra, nos lo cedió como si de casa de cualquiera de los que allí pasábamos un rato inolvidable se tratase. Apenas ese grupo de personas y otras muy cercanas conocían esto que hoy les cuento. En esta tarde triste de enero, que ya presiente la llegada de una nueva Cuaresma, no he podido resistirme a hacerlo público, a modo de homenaje a este buen sevillano que se nos acaba de marchar.
La Virgen de las Aguas lo guarde por siempre en ese cielo azul noche donde se pierde su mirada cada Lunes Santo.

06 enero 2012

El Niño torero

Al Niño que nos nació en Belén hace unos días -o en la Costanilla Alta de San Isidoro, que hay división de opiniones al respecto- los Reyes le han traído una muleta y una espada. Como tantos salones de tantas casas, el Portal es en esta mañana ilusionada escenario de sus juegos infantiles.
Para que luego digan los políticos del Parlamento gallego que la Fiesta de Toros no es para los más pequeños...